Prosa Reunida
Cuentos, crónicas, artículos y
reseñas
Poesía, bares y santidad
He visto morir de cirrosis a grandes poetas y escritores. Se empinaban sendas cañas antes del mediodía y miraban en los vidrios catedrales de las puertas batientes de los bares sombras de personas que murieron, fantasmas que atravesaban con los pies en puntillas la distancia que existe entre el inframundo y la realidad.
De inútiles furores y alegrías estos poetas pasaban a una tristeza metafísica, donde los signos leídos en la
borra de los vasos advertía de desamores aún mayores, de inminentes días ahítos de dolor, locura y miseria. La lista beoda en Chile es larga, larguísima. Son los santos de la poesía. Todos tenían una aureola violácea, el más profundo, el más elevado de los colores, la aureola, la circunferencia del vino tinto.
El notabilísimo escritor inglés Malcolm Lowry, arcángel y parroquiano frecuente de cantinas y tugurios
durante su residencia y escritura de Bajo el Volcán en México, muchas veces tambaleante de borracho al
amanecer, se encaminaba al templo de la Virgen de la Soledad, en Oaxaca, donde fervientemente rezaba a
la madre “de los que no tienen a nadie con ellos”, a “la virgen de los desamparados”, rogándole para que
hiciera real el mundo de lo imaginario.
38 Colección Tierra Elqui Sin embargo, la realidad nunca se apiadó de lo imaginario en Chile. Gran parte de sus poetas murieron de cirrosis, marginados y sin recursos de ninguna especie.
Es de mediano conocimiento que a lo largo de la historia de la literatura chilena, muchos autores han
tenido una estrecha relación, y otras veces una clara adicción, con el alcohol. En esta lista de notables
escritores bebedores se me vienen a la memoria los nombres de Pedro Antonio González, Alberto
Rojas Jiménez, Teófilo Cid, Eduardo Molina, Carlos de Rokha, Rolando Cárdenas, Martín Cerda y los
hermanos Jorge e Iván Teillier, entre otros. De las escritoras, María Luisa Bombal, Stella Díaz Varín y
Yolanda Lagos (la coneja).
Empecemos estos brindis, que he llamado de la santidad (por su calidad de mártires e iluminados),
con Pedro Antonio González (Curepto, 1863-1903), talentoso poeta que vivió en las más miserablesbuhardillas santiaguinas y que solía beber en bares cercanos al Cementerio General, entre ellos y como
base de operaciones, el legendario “Quitapenas”. Se casó con una joven alumna a la cual dejaba encerrada
en el cuarto para él libremente salir de parranda, muchas veces por varios días. Obviamente ella huyó de
su lado uniéndose a un circo pobre que recorría el país.
El poeta murió en la miseria y la soledad, en una cama de caridad del Hospital San Vicente de Paul, hoy el
Hospital Clínico de la Universidad de Chile. Autor de la escatológica Oda al peo y de Ritmos, único libro que pudo ver impreso en vida y que constituye una de las primeras manifestaciones del Modernismo en Chile.
Alberto Rojas Jiménez (Valparaíso, 1900-1934) después de beber hasta las últimas consecuencias en
un boliche de la calle Esmeralda (Plaza del Corregidor Zañartu), cercano a la estación Mapocho, y sin
dinero para pagar la cuenta, deja empeñado su abrigo y su chaqueta, para salir en mangas de camisa a la
intemperie de una fría y lluviosa madrugada a fines de mayo y caminar hasta la Quinta Normal*, donde vivía
su hermana, y morir fulminantemente al día siguiente de una pulmonía. Sabido es que una vez muerto, Pablo
Neruda lo vio volando por el cielo, lo que junto con su iluminada obra es razón suficiente para incluirlo entre
las santidades poéticas de la República de Chile.
Teófilo Cid (Temuco, 1914-1964), poeta y periodista, culto y profundo, rara avis, poeta rebelde,
baudeleriano, dandy de la miseria, fundador del grupo surrealista Mandrágora, maestro y epígono de Jorge
Teillier, a quien recuerdo narrando episodios vividos junto a Cid en el bar IL Bosco, entre ellos la alucinante
historia de cómo agarraba delicadamente con las yemas de sus dedos a voraces piojos que llevaba entre
sus ropas, a los que perdonaba llamándoles pobrecitos seres, para acto seguido reacomodarlos en la manga
interna de su camisa. Autor de Bouldroud, colección de relatos oníricos. Abandona el surrealismo y cierra filas con el creacionismo de Huidobro publicando Camino del Ñielol, poema largo de mil versos a su tierra natal.
Enrique Gómez Correa lo recuerda como master de la noche. Poco antes de morir como indigente en una cama del Hospital José Joaquín Aguirre afirma en un poema:
“No se puede jugar con nafta sobre el fuego ni beber de
botellas que no acaban nunca”.
Poeta, mago y santo.
A Eduardo Molina Ventura (Santiago, 1913-1986) lo conocí personalmente en las maratónicas reuniones
literarias que se llevaron a cabo durante años en la Unión Chica, bar a estas alturas bastante conocido por
esas mismas hoy legendarias reuniones, generalmente capitaneadas por el poeta Jorge Teillier, y a la que
asistían regularmente los escritores y poetas Rolando Cárdenas, Enrique Valdés, Ramón Díaz Eterovic,
Carlos Olivarez, Iván Teillier, Aristóteles España, Ramón Carmona, Juan Guzmán Paredes, el pintor Germán Arestizábal y el infrascrito, también bebedor, entre otros habitantes del poblado de La Esperanza.
Como en el Club de Toby, raramente llegaban mujeres. Se bebía indiscriminadamente vino tinto y vino blanco, para que adentro peleen los gatos, sostenía Rolando Cárdenas, en evidente referencia a la marca gato negro y gato blanco de la viña San Pedro, botellas que traían en el gollete un gato plástico en esos colores.
Recuerdo perfectamente una entrevista que me concedió el “Chico” Molina y que posteriormente fue publicada en el libro Nueva York 11 (Editorial Galisnost, Stgo, 1987), antología literaria que incluía a todos los autores de esa chalupa ferozmente dionisíaca llamada Unión Chica, barcaza que navegaba a punta de zozobras contra la corriente de aquellos días sedientos y oscuros.
En esa entrevista el poeta Molina textualmente declara: “Nací en Santiago en el mes de septiembre de 1913
en casa de mi padre, Eduardo Molina Lavín, precursor de la aviación chilena. Hoy la Facultad de Química de la Universidad de Chile, en Avenida Vicuña Mackenna. Estudié Antropología, Filosofía, Derecho y
Psicología. En mi ataúd deseo un ejemplar de Monsieur Teste (Paul Valery).
En mi funeral, música de Robert Schumann. En caso de equivocación a Carlos Gardel o, por último, al
“Guatón” Gustavo Loyola.
Católico fui, hoy ateo, por la gracia de Dios. Chile es un país regio, sin embargo hay muchos
feos, con cara de puñete.
París es la gran ciudad del mundo y de París mismo lo más sobrecogedor es la morgue, las cloacas y el
matadero de “La Villette”.
Molina tenía fama de mitómano. Conocía París por mapas y por libros como nadie. Un buen día
una millonaria norteamericana sobrecogida por el conocimiento parisino de Molina y al enterarse
posteriormente de que jamás había estado en París, decidió generosamente pagarle los pasajes a la ciudad
de las luces, alojándose algunos días el poeta y mago, en las dependencias de la embajada chilena, cuando su amigo el escritor Jorge Edwards era primer secretario de la legación diplomática encabezada por el flamante embajador Neruda.
Molina siempre me dijo que yo era un lobo disfrazado de oveja, con cierta picardía y generosidad.
Que de todos los escritores y poetas chilenos el mejor era Eduardo Molina Ventura.
También recuerdo una carta que le escribió a Jorge Teillier al psiquiátrico El Peral, de la cual fui portador
y finalmente testigo al constatar junto al destinatario que el texto eran signos jeroglíficos ininteligibles.
Por lo demás y con el afán de desmitificar debo confesar que el poema atribuido a Molina en ese mismo
libro Nueva York 11, titulado Los castillos del juglar, fue enteramente escrito por Jorge Teillier, Carlos Olivarez y yo, a modo de cadáver exquisito, un mediodía de rayos de luna (whisky con jugo de manzana) en casa de Teillier, en la calle San Pascual.
Molina había fallecido el año anterior en un campamento miserable de la periferia santiaguina en estado de iluminación. El poeta Eduardo Anguita declara en su poema Única razón de la Pasión de N.S.J.C., lo siguiente a modo de coro:
…Nuestro Señor Jesucristo subió al Calvario por el Chico Molina… Mago, poeta imaginario y santo mentiroso.
Rolando Cárdenas (Punta Arenas, 1933-1990) era un poeta profundo e introspectivo, delicadamente
triste y observador, huérfano a temprana edad, autor de una obra de ricos paisajes patagónicos prácticamente
desconocida por el mundo lector. Obra reunida y publicada póstumamente por el escritor también
magallánico Ramón Díaz Eterovic.
Recuerdo un rayado que hizo y que por muchos años permaneció en uno de los muros del refugio LópezVelarde de la Sech, decía: ¡Qué te importa a mí! Poeta metafísico y persona impertérrita era Cárdenas. En un poema que dedico a su memoria, en Casa de Barro, es probable que lo describa con mayor precisión:
En el lento vuelo de la avutarda En el lento vuelo de la avutarda Rolando Cárdenas murió
Todas estas plumas las robé
Nada de manantiales; sólo aguas estancadas
De canoa a canoa una señal de estrellas en el corazón
Delgada la voz como un hilo
Que cruza y cierra los ojos
El horizonte es un madero
Los vasos están trizados y el viento sopla sobre los rostros
Volveremos a los pastizales
Una ráfaga atraviesa el cielo
Como en el espejo las golondrinas
Ya nadie cantará “Corazón de escarcha”
Sus amigos también murieron y sólo queda el aire Meridional.
Rolando Cárdenas era constructor civil, de baja estatura, nariz aguileña desviada, ancha sonrisa y bebedor consuetudinario (con suéter ordinario al decir de Teillier, quien también lo llamaba Imbunche, por su parecido al adefesio mitológico chilote, y de ser una persona incapaz de hacer hasta un radié, en directa
alusión a su formación profesional y al absoluto olvido de sus estudios). Amaba a los gatos, peinaba y vestía
pulcramente, era gallo en el horóscopo chino y se presentaba a diario en la Unión Chica a beber, sorbo
a sorbo, hasta el anochecer. Siempre discutió a muerte con Enrique Valdés, que lo exasperaba hasta hincharle la vena del cuello. Murió en extrema pobreza dejando la puerta del departamento entreabierta, sabiendo por intuición y certeza, que la parca venía por él.
Poeta, mártir y santo.
A Stella Díaz Varín (La Serena, 1926-2006) la conocí como la “dipsin dopsin”, que en su particular
lenguaje significaba “evidentemente”. Todos saben que era conocida como la Colorina, por su ígnea cabellera de juventud. Bebía fundamentalmente vino blanco, era una mujer dulce y terrible, agresiva y contestataria, podía fácilmente llegar a los puños, poseía un temible golpe de derecha, el que pude ver colocado en más de un mentón. Para quienes la conocieron fue una blanca oveja disfrazada de leopardo. Buena conversadora y excelente cocinera, coqueta, aborrecía a las mujeres superfluas, especialmente aquellas que no habían aprendido ni a freír un huevo. Recuerdo que algunos años antes de morir la Municipalidad de La Serena la declaró Hija Ilustre concediéndole un diploma donde constaba el hecho, el cual más tarde terminó destruido en un tarro de basura de la calle Cordovéz y ella reclamando airadamente de que hubiese sido mejor un cheque, algo más acorde con su miserable realidad económica.
Santa, poeta y mártir.